Pedro había nacido en el país de los paraguas, pero no lo sabía. Desde su nacimento llevaba, como todos los habitantes de Maatmoori, su paraguas protector siempre abierto.
Los habitantes de Maatmoori que consideraban sus vidas plenamente maravillosas tenían un cielo con lenteuelas y plumas. Otros pocos, los más poderosos, contaban con un cielo repleto de monedas doradas. Pedro tenía un cielo gris topo como la mayoría.
A pesar de las diferencias en los colores y materiales de los paraguas, todas las personas presentaban algo en común: los movimentos de sus cuerpos estaban trabajados en sus desplazamientos, al igual que los ojos, que estaban acostumados a mirar hasta ahí no más, tramos cortos, demasiado cortos para los ojos grandes y el andar inquieto de Pedro, un hombre particularmente sensible.
Un día, en su andar expansivo, los pies de Pedro no respetaron los límites que la sombra de su paragua proyetaba en su suelo, y vio - con assombro - que las puntas de sus zapatos negros tenían un brillo dirferente. Fue cuando decidió sacar la mano fuera de la sombra de su paraguas. la primera vez lo hizo velozmente - por si acaso -, pero la segunda se atrevió y dejó la mano expuesta a la aventura un rato más. Fue algo raro lo que sintió, ni lindo, ni feo. Diferente.
En ese momento, Pedro había comenzado a descubrir que siempre había usado paraguas, un paraguas opaco, gris topo, que de tan cercano se le había hecho invisible.
A partir de ese descubrimento todos los sentidos de Pedro se agudizaron: comenzó a alegrarse al escuchar en las mañanas el canto de los pájaros. Y hasta le resultaba divertido el ruído que realizaban sus zapatos al caminar. Y no paraba de reír cuando el viento le hacía cosquillas detrás de las orejas, Nunca antes estas cosas habían sido advertidas por él.
Esa misma noche soñó con el estraño ruido de sus zapatos, con el canto de los pájaros y hasta se rió dormindo por las cosquillas que el viento le hacía en las orejas.
Una mañana, caminando por las calles de Maatmoori, escuchó un ruido raro sobre la tela de su paraguas gris, instantáneamente, sacó la mano. Fue cuando sus dedos descubrieron la lluvia, chupó el agua que dezlizó hasta su palma e todo su cuerpo vibró. Nunca antes se había atrevido a sacar de la sombra más que un pie o una mano. Pero al descubrir la lluvia, sintió pena de su cara seca y decició mojarla. Pedro salió a la lluvia, a un cielo inmenso, increíble, recién nacido para él. Su cara, hechizada de luz, hizo una sonrisa plena. Se sintió con la alegría de un pájaro cuando revolotea porque si y con la libertad del viento cuando patina entre las nubes. Su cuerpo danzó con el aire, y un montón de colores jugaron con sus ojos grandes, que parecían dos soles cada vez más grandes.
La alegría de Pedro brincó repartida en un viento que hizo crecer los sueños de otros que, como él, pudieron esquivar la sombra rigurosa y voraz de los paraguas.
Con el tiempo y la fuerza de los vientos en libertad, los maatmooríes fueron, de a poco – salvo los días de tormenta – desacostumbrándose a vivir protegidos por la sombra de los paraguas. Algunos, en la actualidad, hasta se olvidaron de que habitan el antiguo país de los paraguas. Sin embargo, aunque las vibraciones del corazón de Pedro siguen despejando cielos, cualquiera que visita Maatmoori puede observar, sin que vea ningún paraguas, que algunos de sus habitantes andan y miran hasta ahí no más, trramos cortos, muy cortos. Como su hubieran nacido para usar paraguas.
(SABBIS, Mercedes Perez. La Naci'on de los chicos. Buenos Aires, 1997)
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ResponderExcluirGracias por el texto!!!!!
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